En un paraje de Villa González, los hijos del hacendado se divierten libremente. Juegan a papá y mamá con Tatica, sobrina del empleado de la finca. La niña es sordomuda, tiene 11 años. Su “mai” echa el día en una zona franca de Santiago. Mandó a la niña al campo, donde su hermano, para que se pudiera criar. ”Aquí, en la Ciudad Corazón, la situación está muy difícil y me pueden malograr a mi pequeña”.
Tatica es diminuta, morena, de ojos grandes. Cuando los muchachos llegaban de la ciudad, mandaban a buscar a la enclenque, a la morenita para jugar. La niña no paraba de llorar, pero ¿a quién le importaba? Su mami no estaba, nadie la entendía. No podía negarse a servir a los hijos del señor.
La diversión de los muchachos consistía en tirar a la sordomuda al suelo: uno le sujetaba las manos y le tapaba la boca, mientras él otro le abría las piernas y limpiaba su sable en ella. Luego intercambiaban los papeles. Al terminar el juego ambos se sentían descargados, realizados, certificados como machos, como hombres.
La primera en darse cuenta de lo que estaba pasando fue María, la mujer del tío. -Negro, a la mudita le está creciendo la panza, y ahora, ¿qué le decimos a tu hermana? -¿Qué le vamos hacer? Está preñada de uno de los hijos del Don. Yo que pensaba que en el campo estaría más segura. ¡Qué mierda es todo esto!
La madre se llevó su hija lejos, donde nadie pudiera ver su vergüenza, donde nadie escuchara su desdicha. Tatica jamás pudo ir a la escuela, ni encontrar pareja. Su madre se dedicó a vender dulces en la parada de la carretera de Sánchez, y a cuidar a su hija, y al producto de la violación. ¿Qué más puede hacer una mujer? El cuerpo de mujer es encadenado. Le toca acatar los designios de Dios. Resignación hermana, resignación. ¿Hasta cuándo es el tiempo de Dios? Los hombres tienen la palabra.
Por LLIAM FONDEUR
LA AUTORA es médico gineco obstetra. Reside en Santo Domingo.