Ningún jugador es mejor que todos juntos. Vale esta máxima por el Juego 2, por el Juego 1, y por todos los que vendrán. Luka Doncic es magnífico, extraordinario, sublime, pero este deporte no es tenis, no es boxeo, ni tampoco automovilismo: las actuaciones individuales son importantes, pero se necesita del compañero. Del hombre de al lado.
Los Boston Celtics están 2-0 arriba en las Finales NBA ante Dallas Mavericks por varias razones, pero la más importante es su defensa. Su trabajo grupal es encomiable, su compromiso en el juego sin balón es enérgico, dinámico, frustrante.
La pregunta es sencilla: ¿Quién es el mejor jugador de Boston? ¿Es Jayson Tatum? ¿Es Jaylen Brown? ¿Es Kristaps Porzingis? ¿O son Jrue Holiday y Derrick White, como ocurrió el domingo por la noche?
Los Celtics empezaron a ganar este partido en la temporada baja. Brad Stevens se preparó para este momento, porque las llegadas de Holiday y Porzingis terminaron de redondear un equipo de campeonato, pese a que pueda finalizar este curso, valga el juego de palabras, sin ser campeón. Porque esas cosas fortuitas, extrañas, ocurren. Porque enfrente además de Doncic está Kyrie Irving. De todos modos, todos tenemos algo claro: Dallas, de revertir esto, entrará en categoría de milagro.
La estrategia de atosigar a Doncic con diferentes defensores y no doblarlo cortó el circuito de creación de los Mavericks. Tomaron nota del grave error de los Timberwolves en la serie pasada, que fue doblar al genio esloveno lejos del aro, algo que permitió que fluya el juego en distintas manos después del primer pase desde el dribbling. Los Mavericks pasaron del uno para todos al todos para uno, y eso, más que pecado de Dallas, fue virtud de Boston.